viernes, 30 de enero de 2009

VII: El inspector

El inspector se encontraba ahí cuando la llamada entró a las oficinas de aquella delegación. Un abogado (¿González? ¿Gutiérrez? qué carajos importa) había hecho la llamada. Se trataba de miedo porque de miedo o enojo se trataban todas las llamadas que hacían chirriar esos teléfonos a todas horas del día. Sólo que al inspector Espinoza no le tocaba atender todos los casos que lograban hacer vibrar las alarmas de los aparatos y acceder a la interlocución en aquellas bocinas.
Al inspector Espinoza le tocaba estar en su patrulla, bebiendo un café o, mejor aún, podía haberle tocado estar masticando el tocino de algunos frijoles charros. Pero no. Había entrado a la oficina esa mañana con ganas de encontrarse a Paty leyendo una revista, con ganas de decirle Qué te traes, por qué ya no me hablaste cuando quedamos. Por qué me desatiendes cuando yo ando pensando en tí. Hay ideas que sirven para desperezarlo a uno. Un plan, una razón. Ponerse los pantalones nuevos, tener asignado un nuevo vehículo o saber que Paty va a estar ahí y va a sonreír cuando le pregunte Qué te traes. Por eso desperezarse esa mañana no fue el problema; todo salió mal porque cuando faltaban algunos pasos para llegar al escritorio de Paty, la llamada, aquella, había surtido su efecto, y había que trabajar sin remilgar y sin rajarse. Al inspector Espinoza no le tocaba atender todos los casos que lograban hacer sonar los teléfonos; pero le había tocado este.
–Chingadamadre, la vida es una mierda de la que uno tiene que agarrarse lo más que pueda– Pensó el inspector Espinoza.
Era hora, a falta de frijoles charros, de una línea. El inspector Espinoza no era un policía cualquiera, estaba lejos de ser uno de los de a pie. Tenía su patrulla, su escritorio. Estaba subordinado, sí, pero quién no está subordinado. Algunos piensan que el presidente de la república, pero cuando uno de ellos se atrevió a sugerir que ya no tenía jefe, se le recriminó diciendo que tenía solamente diez millones de ellos. El agente Espinoza piensa que los presidentes no tienen jefe. Para eso se es presidente. Aunque tenía un jefe directo y muchos indirectos, el inspector tenía un buen puesto en la policía, un puesto gordo que ya quisieran muchos de los azules. Espinoza no es un azul. Alguna vez fue uno, pero eso fue hace tiempo, ya ni lo recordaba. Ahora era Inspector. Cuando uno llega al puesto de Inspector en la policía capitalina, conseguir buena cocaína no es un problema; estaba mucho muy lejos de ser un problema, era una de las prestaciones. Pegarle a la coca cuando uno puede conseguir buena y puede pagarla dista de ser un vicio, es un placer. Cosa de conseguir de la buena. La mala hace daño, piensa el inspector Espinoza. Con este nuevo asunto de González (o Gómez) no había tiempo de decirle a Paty Qué te traes, no había tiempo de desayunar frijoles charros; había tiempo de un perico antes de acudir a la oficina del abogado aquél.
El inspector Espinoza se revisó la nariz, se quitó el resto de polvo que le quedaba en las fosas nasales y se chupó los dedos. Sintió el sabor aspirinoso de la cocaína en la lengua. Se fajó bien los pantalones Mossimo y se echó un poco de agua en el cabello. Había que salir galán por si la Paty pasaba casualmente por ahí. Pero no, hoy no era día para Paty, nada de Qué te traes.
Era tan fácil; cosa de entrar, recorrer el pasillo, saludar secamente a algunos compañeros, de los que le tenían respeto, de los que no lo llamaban Oscar sino Espinoza, de los que se cuadran si hay necesidad. Después tomar por las primeras oficinas, hacer como que se va a ver al jefe para cuadrarse también y ser responsable desde la mañana, pero cuando se está por llegar desviarse un poco, tomar a la derecha hacia la sección de papeleos y archivos y decir simplemente Qué te traes. Pero antes del desvío planeado el jefe ya había preguntado si había llegado Espinoza. Había llegado. Te me vas a lo de un asunto que acaba de surgir; un abogado; Gutiérrez. Vas y le preguntas ahorita mismo, que te enseñe. Recibió una amenaza. Te me vas corriendo porque está chingue y chingue. Hórale, te quiero aquí a las dos para que me digas qué pedo se le atoró a ese lic.
Había que ir, sin remilgar y sin rajarse. La ciudad era un asco como todos los días, el tráfico abotagaba las calles y parecía no aguantar más autos ni más sonidos. La celulitis citadina hecha de hombres y máquinas se estría tan agobiante como siempre. Necesario echar lámina. Espinoza sabía cómo echar lámina; meterse entre los autos con la sirena encendida haciendo el mayor ruido posible. Al inspector le hubiera gustado que su sirena hiciera más ruido de el que ya hacía porque los estúpidos coches a su alrededor parecían no escuchar los alaridos de su patrulla exigiendo movimiento, lugar, declarando su urgencia. Una urgencia que no era suya; le tenía sin cuidado el lic. y cualquier chingadera que le hubiera pasado, pero el poder que le otorgaba la placa lo apremiaba al enojo, al chingue su madre déjeme pasar. Las señoras manejando son estúpidas, declaraba Espinoza. Los ancianos deberían quedarse en su casa a que les cambien el pañal. A usted le vale madre pero yo tengo prisa. Pero qué cabrón pendejo, si no tuviera que llegar con el Gomez ese, me bajaba a romperte la madre, hijo de puta, etcétera.
Así todo el camino, Doctor Vertiz, Cuahutemoc, Eje Central, Cinco de Mayo, Isabel la Católica, cruzándolas con dificultad y con alaridos. Los autos se movían dejando pasar más por el ruido que por el interés que despertaba la urgencia de un agente de la policía judicial. Tomar Cuahutemoc para agarrar Universidad. Mierda, piensa Espinoza, hubiera seguido por Cuahutemoc hasta Churubusco. Su putamadre con esa vieja ahí parada. Y más etcétera.
Finalmente (claro) llega. Sube el primer tramo de escaleras como si realmente tuviera prisa y al siguiente tramo se informa a sí mismo que no hay que llegar agitado. Después se informa de que le vale madre. Inmediatamente después, se informa de que la secretaria está bien buena. Al diablo con Paty.
Acá, del lado del narrador, hacemos una concesión al público y le colocamos a Ester un traje setentero de figuras licérgicas y un peinado con final de bucle realizado exprofeso para ese día.
Espinoza piensa Tss, tú qué te traes, en homologación simbólica e inmediata de sus planes con la Paty pero Buenas tardes es lo que dice. Antes de que termine de declara Busco a Gomez, Ester llama a Gutiérrez por el conmutador con la premura de quien tiene un jefe amenazado de muerte y asustado. Muy asustado.
Gutiérrez se asoma por la puerta sudoroso. Pase, dice.
Dentro hablan lo que ya sabemos. Qué más decir. Me han amenazado de muerte, mire nomás, etcétera.

viernes, 5 de octubre de 2007

VI: Tuertos

VI Tuertos


Si bien con el derecho a usar el Don, vive hoy (en esta novela quiero decir) un caballero de los de lanza en astillero, que, de no acordarse del lugar de la colonia Roma en la que vive, ha mucho tiempo habría perdido hacienda, rocín plateado y ese bien habido café descafeinado de mañanas frías y pijamas de invierno. Tenía, como todos ya sabemos, el sobre nombre de Santo o El Santo, también Enmascarado de Plata, que en esto no habrá necesidad de extendernos, pues bien o mal, ya hubo cinco capítulos donde utilizamos indistintamente las tres formas de llamarlo. El pastiche nos lleva a esto, aunque habríamos de obviar lo obvio y dejar, sin más, que este sobredicho hidalgo, siga recorriendo a paso firme la senda de la imaginería.
Citaríamos fielmente aquí a Cide Hamete Benengeli, de no ser por este narrador que incluso se ha metido a escribirle la agenda a Gutiérrez y de más interrupciones provocadas por el dormir durante el día de turbio en turbio y escribir por las noches de claro en claro. O a lo mejor a escribir no se atribuye el dormir a deshora o por lo menos no a sólo ello sino a una malhadada costumbre que no es el tema de esta quijotesca historia.
Salió así El Santo o Don Santo, aquella mañana de su casa de la calle de Orizaba, con la sensación de estar viviendo una historia ajena por hallarse resuelto a tomar partido por actos que hasta unos momentos antes le parecían dignos de quien se le ha secado el cerebro hasta perder el juicio. Le daba la impresión de que se le había llenado la cabeza de todas aquellas películas que décadas antes había protagonizado, filmes llenos de malévolos experimentos (que no encantamientos), batallas, requiebros y desafíos, amores, tormentas y disparates imposibles.
Pluga al automovilista dejarme Cruzar la calle de Zacatecas hasta la plaza Luis Cabrera, para caminar sobre esa acera hasta insurgentes, pensó Don Santo, y quieran sus excelencias (los lectores) creer en su sincero narrador cuando les dice que este hombre viejo tiene aún en su fuerte pierna la voluntad de andar él solo las largas cinco cuadras que lo alejan de esa gran avenida. No que hasta el Roxy, pues nadie creería en tal hazaña; cinco cuadras parecen todavía estar bien para mantener cierta condición física pues, de no ser por algún ejercicio diario, estaría Don Santo hecho un tres, pues la edad y el diablo todo lo añascan. Atravesó con bien no sólo Zacatecas, sino además la misma de Orizaba para seguir su camino por Guanajuato gracias a un semáforo que todo lo hizo más fácil y con más gracia porque no puede faltar gracia donde hay discreción. Llegado al cruce con Jalapa, don Santo vio que mientras cruzaba a la acera de enfrente y justo a la mitad del camino, el semáforo cambiaba ya al temido verde, así que miró de frente un automóvil que comenzaban a avanzar prematuramente y le dijo ¡Va de mí, bellaco, avanzarás cuando haya terminado de pasar, así te tengas ahí un nuevo alto! Bueno, esto de que le dijo al automóvil es, tal vez, decir de más, pues acaso sólo lo pensó y continúo su caminata. Ningún contratiempo hubo; llegó después a la esquina de Tonalá de cuyo lugar se puede decir que tiene un puesto de gorditas, quesadillas y de más fritangas mexicanas al lado de un escueto puesto de revistas. Ahí le pareció a Don Santo escuchar la conversación de un par de mujeres que bien pudieron haberse llamado Emerencia y Altisidora. Emerencia estábale diciendo a Altisidora que si tanto le gustaba aquél caballero no dejara pasar más tiempo y se lo hiciera saber de la mejor manera posible, a lo que Altisidora contestaba con gestos de falso pudor, animando a Emerencia a que la ayudara en la batalla contra el deseo, pues ella era, aunque chata de narices, discreta doncella y recatada estudiante de primer año de preparatoria. Emerencia tuvo la idea de que Altisidora llamara al radio para dedicarle una canción al joven que buscaba cortejar, cosa que le pareció a Don Santo la manera moderna de canto con lira debajo de ventana. No supo más nuestro caballero de la argéntea máscara de la conversación que sostenían Emerencia y Altisidora por haberse puesto el alto para aquellos automovilistas que por Tonalá querían pasar, de forma que llegó su momento de cruzar a la siguiente acera. Unos pasos adelante algunos albañiles (que a Don Santo se le figuraron labradores) jugaban al Futbol alegremente y detuvieron el juego al ver que pasaba un enmascarado anciano por ahí, cosa que los asombró en alto grado, tomando al viejo por loco, no sin razón, pues nosotros conocemos la historia pero ellos no. Es el Santo, escuchó comentar a alguien, pero el juego esperaba y nada más quedaba por decirse.
No fue difícil cruzar Monterrey porque los autos estaban ahí estacionados, así que sin necesidad de fatigar las ijadas pasó sin ningún problema. Muy distinta cosa ocurrió en la calle de Yucatán, donde el caballero de la argéntea máscara tuvo que esperar largo rato la oportunidad de cruzar; se encontraba además ocupado en prever que no lo fuera a arrollar el trolebús que en contra flujo pasa. Así como cortesía engendra cortesía, descortesía también engendra descortesía, como bien se puede ver en esta ciudad capital en donde la amabilidad de los automovilistas es hija del estrés citadino, la prisa continua y el desasosiego general. Esto pudo haberlo concluido Don Santo al terminar de cruzar, dificultosamente pero con bien, esta calle de Yucatán.
De ahí a Insurgentes no le ocurrió a Don Santo cosa alguna digna de contarse de no ser el cansancio que aceleraba su pulso y alentaba aún más su paso. Llegado a este punto a Don Santo pareciole que su caminata era ya exacta para tonificar el cuerpo y dar realce al espíritu en viendo que un paso más hubiera sido dañoso, pues una caminata a esta edad, siendo corta ayuda y larga, más que mejorar, desnata el ímpetu y perjudica la gallardía. Tomó entonces un taxi que lo llevó hasta las calles de Tamaulipas y Alfonso Reyes, no sin cierto desconcierto del taxista, ajeno a la vida de caballero alguno dedicado a desfacer agravios y enderezar tuertos y más lejano aún de viejos enmascarados o decrépitos luchadores.
Llegado al Roxy el caballero de la argéntea máscara miró al interior y notó que Blue Demon había llegado, tomó asiento frente a él y le dijo:
–Hermano, espero estar hablando con quien tiene oídos para oír, más no lengua para hablar. Traigo un documento que verlo has por vista de ojos.
A lo que Blue Demon respondió sin ver aún el papel:
–Me podrías decir primero, cabrón, ¿por qué chingados me citas en una nevería?

lunes, 24 de septiembre de 2007

V. Concepcion

–De lo que yo sé es de años y de luchas. De máscaras, de chingadados. De picadas de ojo. A mi lo que me gusta es ver madrazos. Chingadamadre, y aquí encerrada como una pendeja...
Antes, cuando doña Concepción podía salir a las arenas, era una mujer feliz, serena, alegre. Le repugnaban las leperadas. Pero ahora tiene que ver las luchas en la televisión y no le gusta. Ahora dice muchas groserías, ha descubierto el placer de un Chingadamadre bien dicho. Todos la recuerdan por participar furiosamente en las peleas; a ella le indignaban las barbajanadas de los rudos así que les lanzaba pepitas, los pellizcaba.
Era doña Concepción parte del espectáculo de la Lucha Libre. Pero ahora, con muchos años encima y unos cuantos más que ha estado cumpliendo, sus hijos ya no la dejan salir sola, ya no camina bien, ya nadie quiere acompañarla. Así que se enoja y mira con nostalgia la fotografía en blanco y negro que está junto a su cama. En ella se observa a Blue Demos abrazando a una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy delagada y sonriente. La anciana ya no se reconoce en la fotografía pero recuerda bien el día en que la tomaron, era una noche de agosto de 1953.
Así es la vida, piensa doña Concepción, después de la tercera caída uno ya no participa. Son las pinches reglas. Doña Concepción olvida que ella ya lleva más de tres caídas, y parece no tener límite de tiempo.
Sobre una repisa varios luchadores se miran desafiantes; los hay nuevos y viejos. A algunos se les ha descarapelado la pintura original o se les ha perdido la capa. Deben medir entre diez y veinte centímetros. En la pared contigua hay una colección de películas. El Santo encabeza la lista, por supuesto, con cincuenta y tres. Le sigue Blue Demon con veinticinco. El cine de estos tiempos ya no es como era antes. Ah, para lugares comunes el de los tiempos. Las luchas por televisión son tan poco emocionantes como las películas en las que el público no participa. Añora la vieja los tiempos en que, aquel que entraba al cine, iba con la voluntad del más crédulo de los fieles. Lo importante era involucrarse con los personajes; temerle a los monstruos y, en caso de ver al héroe en peligro, gritar: ¡cuidado, atrás, atrás! Ver el cierre del disfraz de un monstruo no tenía la más mínima importancia. Los errores de continuidad no los notaba nadie.
Por eso doña Concepción hace lo contrario de lo que acostumbra un cinéfilo actual. En lugar de convertir sus viejas películas en devedes, ella compra los rollos de película original, en latas. Así puede reproducirlas en un proyector y lograr la magia del cine en su casa. ¿Cómo lo hace? Doña Concepción conocía a mucha gente. Ahora ya no conoce a nadie, pero puede ver las películas en su casa. También puede hablarle a Blue Demon, que está solo, igual que ella, y decirle:
–¿Blue?
– Otra que trae lo de que soy Blue Demon, pues qué traen ustedes– responde un anciano Blue Demon.

domingo, 19 de agosto de 2007

IV: La Quebradora

Tengo que prevenir a los lectores. Quiero que sepan sobre este desastre en el que poco a poco se sumergen los seres que participan en la narración. Éste es un capítulo en el que ocurren muchas cosas, todos los personajes se ven envueltos en situaciones que consternarían a cualquiera. Sus vidas se ven distorsionadas, algo hace saltar de su sitio a la cotidianidad hasta convertirla en trama novelesca, policíaca, negra... Y, como ocurre en estos casos, resulta muy complicado diferenciar a los culpables de los inocentes, a los participantes de una intriga de los creadores de ella; mucho más complicado le resulta, como es lógico, al narrador, darle a los hechos un carácter neutro, un toque de indiferencia que no convierta a los actores de la trama en personajes del más burdo de los maniqueísmos. Y si a esto sumamos que este que narra (su seguro servidor) no tiene idea de las consecuencias que originará su despreocupada imaginería, y que, aún así, pretende generarle un nudo dramático a los seres que habitan su mente, nos hallamos en la tarea de sumarle letras a las letras y palabras a las palabras, dejando a los actores de la narración, más o menos a sus expensas. Así es; a partir de ahora todo lo que ocurra me es ajeno y esperemos que sabré contarlo mejor de lo que puedo, en general, contar las historias ajenas, o contar los chistes que otros cuentan tan graciosamente.
El despertador de Gutiérrez no está más afinado hoy que otros días, sus dientes requieren el mismo tallado que los ha conservado sanos hasta el día de hoy (amarillos por el cigarro, eso sí); del mismo modo en que lo ha hecho desde hace ya muchos años, coloca metódicamente el café en la cafetera, agrega agua; cuando el líquido ha dejado de escurrir caliente por el filtro que lo transforma en el oscuro néctar matutino, sirve una tasa y bebe. Preferiríamos decir que, al salir, se coloca el sombrero y prende el primer cigarrillo. Pero no, Gutiérrez no usa sombrero y, por supuesto, tampoco carga el revolver de una futura y posible escena criminal. Gutiérrez es un hombre común, motivado o, más precisamente, empujado por la inercia que le otorga su agenda. La abre y prende el primer cigarrillo. Toce. La agenda no le ha dicho nada que no sepa. Lo que tiene que hacer es conseguir al Santo para arreglar el conflicto entre la empresa y los enmascarados inconformes. Después deberá informar al Gerente General de Cebadas Fermentadas S. A. de su éxito o su fracaso. Cuando Gutiérrez piensa en un posible fracaso se le perla la frente y da bocanadas nerviosas; cree tener un As bajo la manga, o cree, más bien, tener, bajo la manga, un cheque muy grande firmado por Cebadas Fermentadas S. A. y dirigido al Portador (porque ni modo que esté dirigido al Santo), un cheque que –piensa Gutiérrez—haría aceptar el trabajo al más necio de los gladiadores. El licenciado es un hombre de clase media y suele repetir frases que la clase media tiene como preceptos incontrovertibles: con dinero baila el perro, repite Gutiérrez mientras camina hacia su despacho con los ojos clavados en el suelo.
Lo que no ha contemplado este personaje es que los dueños de Cebadas Fermentadas S. A. no se hicieron ricos firmando cheques y que el trabajo del Gerente General es evitar el gasto de dinero, no el de dilapidarlo. Otra cosa que debería tomar en cuenta Gutiérrez es la arrogancia insufrible del Gerente General, quien padece del síndrome de la pulga que siente que es ella la que se rasca al perro. Nosotros sabemos, claro, que al Santo no lo mueve el villano interés por el dinero; la estrecha mente del abogado no contempla que el héroe cree que no le queda mucho tiempo para gastar, y tiene ya, en el closet, todas las máscaras que necesitará.
Gutiérrez no es capaz de pensar nada de eso mientras sube las escaleras del edificio. Ciertamente va distraído, piensa en las palabras que utilizará para convencer al Santo de participar como intermediario. De pronto una silueta lo hace salir de su espasmo; unos tacones altos de color blanco distraen por primera vez su mirada, después un pequeño tobillo se comienza a ensanchar formando el comienzo de unas piernas bien torneada que, más arriba, se transforma en los muslos grandes y redondos que, para desgracia del espectador, terminan en el comienzo de una falda pegada y no en el espiral de esas caderas magníficamente curvadas por las nalgas firmes.
Gutiérrez se espanta al descubrir que se trata nada menos que de Ester, su secretaria, en quien nunca se ha fijado por identificarla directamente con su agenda. Ester es la agenda viviente de mejores piernas que he visto, piensa el licenciado, sin poder evitar el comentario mental. Por un lapso menor a un segundo, Gutiérrez y Ester se ven a los ojos. La mirada de Ester dice: ¡ah, con que el licenciado me está viendo las piernas! La mirada de Gutiérrez es más torpe y dice: Sí, le estaba viendo las piernas, pero no crea ni un segundo que se las veía porque siento alguna atracción por usted, más aún, miraba sus piernas porque me resultó inevitable con esa falda que trae usted hoy, ni crea que. Y hasta ahí le dio tiempo de pensar a Gutiérrez en ese lapso de tiempo porque tuvo que interrumpir la discusión ocular para decir: Buenos días Ester, revisó el boletín Judicial. Cabrón Gutiérrez, piensa ahora Ester. El abogado no espera la respuesta de su secretaria porque se trataba solamente de una utilización vil del Boletín Judicial para evadir la inminente sexualización, el evidente deseo, la fiebre irrefrenable que podrían haberle provocado esos muslos firmes, esos glúteos parados, esa pequeña cintura, ese... en fin, el narrador tampoco es de piedra.
En el privado sobresale, sobre el escritorio, el expediente de CLTL contra Cebadas Fermentadas S. A., el licenciado, empujado por su agenda (la de papel y no la del cuerpazo) ojea de nuevo el legajo sin poner demasiada atención, de un golpe de vista es capaz de recitar el contenido de cada hoja mecanuscrita. Sin embargo se detiene de pronto, parece haber notado algo que no estaba ahí en la última revisión, sus pupilas cambian sus dimensiones, el color en el rostro de Gutiérrez cambia también pasando intempestivamente de rojo al pálido del pálido al rojo. El color en el rostro de Gutiérrez se ha estabilizado en un rojo abochornado. Entonces se levanta de la silla en la que estaba sentado y camina lentamente hacia donde está su secretaria. Lleva en la mano el misterioso papel. Se lo muestra a Este sin decir una palabra. Ester lo observa y levanta las cejas, enseña las pestañas largas y pintadas al abrir los ojos en muestra de su sorpresa.
–Comuníqueme con el Santo, dígale que es urgente—dice finalmente Gutiérrez.

El Enmascarado de Plata despierta siempre temprano y no usa despertador. Se baña con agua muy caliente porque así le gusta. Después se viste con pulcritud. El día de hoy se ha puesto un suéter blanco de cuello de tortuga como aquel que le hemos visto ya en algunas películas. Sobre el suéter se pone un saco de twit y camina pausadamente hacia su desayuno. Ah, el Santo cree que desayunará tranquilamente, espera con hambre su omelet de huevo con champiñones y el mentado café descafeinado. Este hombre que antaño usaba una argentina y bruñida capa, ha olvidado ya a Gutiérrez y el asunto de la huelga de luchadores.
Por ahí de las nueve de la mañana, a la mitad del desayuno, el teléfono suena constantemente, como si se tratara de un grito necio y agudo proveniente de una absurda caja negra. Nadie contesta. El Santo termina por gritarle a Gregorio que por favor conteste el teléfono, pero Gregorio no contesta ni el teléfono ni los gritos del Enmascarado de Plata. Y lo que pasa es que Gregorio está distraído y cabizbajo porque ha encontrado un papel debajo de la puerta de entrada que, definitivamente, no estaba ahí el día anterior. Se trata de un misterioso documento con el que le es difícil lidiar, así que se lo muestra a su esposa, que pasaba en ese momento por ahí; ella dice, Pues enséñaselo al Santo, y él contesta: Pues sí, ya ni modos; después da algunas vueltas y, finalmente, cuando los gritos del Santo parecen algo enojados, decide mostrarle el papel y ver qué pasa. El señor de la casa observa el papel y entiende por qué nadie contestaba el teléfono, luego le dice a Gregorio: ¡Ahora contesta! Pero el teléfono ha dejado de sonar. Entonces el Santo puede llamarle al Licenciado Gutiérrez para pedirle una explicación al respecto del misterioso documento hallado bajo la puerta.

Ester Hernández ha marcado el número unas cuatro veces y nadie le contesta, el nerviosismo en el despacho de Gutiérrez aumenta. Se miran fijamente la secretaria y el abogado, Ahora qué hacemos, dice Ester, ¿Y si no hay nadie en su casa? Mientras piensan en una alternativa, el teléfono suena, suena una vez, dos veces, tres veces... Ester no contesta, Gutiérrez no le pide que lo haga, ambos piensan en una alternativa para comunicarse con el Enmascarado de Plata. No les importa nadie más, podría estar llamando cualquiera; no les interesa cualquiera.

El Santo le está marcando al abogado, el abogado no contesta. El Santo se desespera, ha marcado ya tres veces. Entonces decide marcarle a otra persona. Cuelga el teléfono y marca el número de un viejo amigo, de un compañero de lides.
–¡Bueno! –contesta un adormilado viejo.
–Blue, habla Santo.
–¡Pinche Santo, no me digas Blue, tenemos ochenta y cuatro años, cabrón. Me llamo...
–¡No lo digas! Te llamo por un asunto para el cual no eres más que Blue Demon.

En la oficina de Gutiérrez intentan de nuevo. La secretaria y el abogado no saben si esta vez han tenido más éxito que las veces anteriores. El teléfono al que marcan está ocupado y, por lo tanto, hay alguien en la casa del Enmascarado de Plata, una casa que se les presenta en la imaginación, más bien como un centro de operaciones que como un hogar cualquiera.
La casa del Santo es como la de muchos. La oficina de Gutiérrez es como muchas también. En la casa, el Santo habla con Blue Demon. En la oficina un abogado y una secretaria se miran nerviosos.

–Quiere café– dice nerviosa Ester.
–Nos vemos en el Roxy– dice El Santo.

lunes, 13 de agosto de 2007

III: El Santo

El Santo entra a su casa y la encuentra igual, como antes de irse, llena de muebles, de cuadros, de adornos. La figura de su juventud en un retrato se desprende hacia la sala como saltando sobre cualquier posible invitado. No hay invitados. Lo que hay es una mesita de té que quedaría hecha añicos si la juventud al óleo cayera sobre los muebles que la observan impertérritos. El silencio circunda las habitaciones como protagonista de todo el hogar: grande, inmarcesible para un hombre solo. El gladiador envejecido se coloca frente al cuadro y practica la postura que encabeza la estancia; coloca las piernas separadas, la derecha un poco adelante, los brazos abiertos, curvos, como sopesando las dimensiones del oponente, la espalda un poco arqueada, combativa, amenazante. Ya no es el mismo pero es él mismo, frente a frente. Después se deja caer sobre el sillón poco a poco. Sonríe y se observa las manos triunfadoras y aún grandes, acaso, fuertes. La primera sonrisa lo lleva a otra. Recuerda la reunión que acaba de tener con ese abogado Gutiérrez y piensa en lo ridículo que sería aceptar un trabajo como ese, a su edad y de conciliador. Piensa en el puesto de burócrata: de luchador a burócrata, a intermediario; y subraya la palabra intermediario cuando la piensa. Sería tanto como asumir una decadencia. El Santo, el enmascarado de plata, termina su carrera triunfal solucionando el conflicto entre luchadores y empresarios, diría una plana periodística, con la fotografía correspondiente en el borde, de un héroe decrépito y soñoliento.
Llegados a esta parte todos estarán pensando, Pero claro que aceptará, si no, no hay novela. Hasta ahora el Santo no quiere participar, lo supo desde la primera llamada de Gutiérrez y lo tiene muy claro. Prefiere mantenerse en su casa, donde todo es tranquilidad, y leer plácidamente el Hamlet. ¿Por qué el Hamlet? Pues eso no lo tiene muy claro este narrador, pero acaso se irá sabiendo conforme la historia continúe su curso. Tal vez sea sólo porque cuando uno no tiene mucho que hacer y no ha leído el Hamlet o el Quijote es buen momento de comenzar. El Quijote ya lo ha leído, con el problema de tener que aguantar una agotadora y continua depresión. Al contrario de lo ocurrido en un lector común, el Hamlet no le provoca el desasosiego que Cervantes le causa. Qué buen equipo haría el Quijote con Hamlet, piensa el Santo, el ímpetu justiciero del caballero andante con la racionalidad y el pulso firme del vengativo príncipe.
El enmascarado de plata, como podemos observar, no ha terminado de leer la tragedia Shakespiariana. Su fascinación no es la de un hombre docto, ni hace literatura comparada, sólo encuentra en Hamlet lo que le falta al caballero andante para cambiar al mundo. Mientras Alonso Quijano es viejo, torpe, e idealista, Hamlet es joven, racional, maduro y vengativo. No podría sentirse vinculado con Hamlet como con el caballero andante. Hamlet vive una tragedia que lo configura; Quijano vive diariamente un nuevo fracaso y espera el día siguiente para comenzar de nuevo.
Gregorio despierta al Santo. Gregorio es el chofer, a veces el cocinero; junto con su esposa, son la compañía más frecuente que tiene el enmascarado. Gregorio y Margarita, su esposa, temen la llegada del día en que el Santo cierre los ojos y no los vuelva a abrir hasta que sólo pueda observar a través de los cuencos. Gregorio recuerda cuando el Santo rodó por las escaleras y se rompió la clavícula. Gregorio querría preguntarle al Santo si quiere que lo entierren enmascarado pero no se atreve porque el viejo ha estado pensando en su muerte y se ha deprimido, ha hecho testamento y se ha deprimido más, ha rodado por las escaleras y, posteriormente, ha llorado.
El héroe enmascarado ya se acostumbró a su dieta de pescado asado, al arroz insípido, al agua sin azucar, el café descafeinado. Tomar café descafeinado, piensa el Santo, es como desayunarse omelet de huevo, desomeletihuevisado. Pero ya no se queja, puede continuar, como remontándose a sí mismo, desbastando su vida mientras escribe sus memorias.
El Santo no ha comenzado a escribir sus memorias, pero tiene el plan de hacerlo. Un título sería bueno para comenzar: El Santo contra la ochentosis, Desenmascararse de plata, Brincar desde la tercera edad, Máscara contra calavera, Ayer contra Hoy. Ningún título es bueno. Podría ponerle simplemente Santo o El Santo, pero qué se podría esperar de un libro de memorias que se llama igual que su autor, qué tipo de añoranza puede seguir enmascarada. Memorioso y añorante son términos que se parecen mucho a los ochenta y cuatro años. Qué clase de autobiografía no es también un escuálido Rocinante acostumbrado a no comer, cuando se ha estado acostumbrado durante décadas a pelear contra momias y mujeres vampiro.
El Santo casi se sobresalta cuando le preguntan si ha comido bien. Ha estado pensativo como todos hemos visto y ha comido bien aunque hubiera preferido un bife de chorizo. Toma una siesta después de la copita que le recetó el doctor o que tal vez no le recetó nadie pero se sabe que es muy buena si es sólo una copita, acaso, dos.
A estas alturas los sueños adquieren una importancia mayor porque son un reflejo del pensamiento y el pensamiento es una actividad aún ágil. El viejo es, por necesidad, onírico y por lo tanto quijotesco, desdeñador de la frontera que separa lo real de lo imaginario. Bien hubiéramos podido narrar la siesta sin llamarla siesta, y haber dicho: sólo una copita, acaso dos que al terminarse dejan al personaje reconstituido, enmascarado a la manera de un Fantomas de plata que se asombra de misterios personales, de las momias y los siniestros científicos que alberga su propio inconsciente. El Santo no lo piensa así exactamente, sólo se dice en voz baja: Debo comenzar mis memorias.

domingo, 5 de agosto de 2007

II. Gutierrez

Despertar con un ruido intenso, pesado y seco; agudo, constante, rítmico: el despertador. Las seis de la mañana no significan la noche aunque sea aún de noche. Las aves pían hasta provocar asco y su alboroto es el único síntoma que hace pensar en un día que apenas comienza y no, simplemente, en una noche cerrada. A esa hora emerge la dictadura de la agenda. Un hombre sin agenda es un náufrago en busca de una cotidianidad para asirse. Esto piensa Gutiérrez mientras se baña, mientras anuda su corbata, mientras bebe el café del desayuno o enciende el primer cigarrillo.
Cincuenta y cinco años ha cumplido Gutiérrez este mes, pero siente que los ha tenido siempre. Así le ha ocurrido a lo largo de su vida. Cuando tenía cincuenta y cuatro años era como si siempre los hubiera tenido y siempre los tendría y, así nada más, de un día para otro, el número de años cambia y se hace eterno también. Es como pasar la hoja de la agenda de un día al siguiente y dedicarse de lleno a lo que es actual, como si no hubiera un día después y no hubiera habido un día antes. Citas, llamadas, presentar escritos, redactarlos, conciliar, vigilar, apilar, discernir, argumentar.
--Buenos días—dijo Gutiérrez—¿cómo va ese Boletín Judicial?
--Buenos días—contestó, secamente, Ester que, como cualquier persona normal, odiaba ese legajo de nombres y asuntos, que es el Boletín Judicial: Arístides contra Pereira, Ebergenyi contra Mendoza, Díaz contra Jaimes… --¿Quiere café licenciado?
--Quiero saber si se publicó algún acuerdo—continuó Gutiérrez, que no iba a olvidar fácilmente el Boletín Judicial.
--En una primera revisión no ha salido nada—mintió Ester—estoy por comenzar una segunda por ver si no se ha escapado nada.
--Que no se escape nada, es importante estar al tanto de algún resolutivo para poder actuar en consecuencia. Si las cosas van mal es necesario estar en guardia, listos para un contraataque…
Pero la secretaria ya no escuchaba, su atención había cambiado de rumbo desde la parte de Que no se escape nada, puesto que no había más información necesaria en ese nuevo discurso viril o sólo bélico que intentaba Gutiérrez.
Sí. Había que revisar el Boletín; no, no había acuerdos, no había tampoco resolutivos de ningún tipo. Había que revisar otra vez, acaso se había escondido un asunto importante bajo un Segura contra Jáuregui o un Esquivel contra Bermejo. Ester sí quería un café.
Gutiérrez llegó por fin a su escritorio, ahí comenzaba el día. Gutiérrez –pensó—
acaso tú mismo has olvidado tu nombre de pila. Podrías imaginar a tu propia madre, en tu infancia, diciendo: Gutiérrez es hora de dormirse, Gutiérrez está servida la comida, Gutiérrez, mira nada más esas rodillas, llenas de mugre. Ah, no, Gutiérrez, mi niño, es muy aplicado, siempre hace la tarea, comentaría con las demás madres la mamá Gutiérrez…
Distraído, con el apellido rondándole la cabeza, comenzó el escrito al respecto de las primeras negociaciones. Este licenciado, como ya se puede figurar el lector, representaba los intereses de los patrocinadores en pugna con el sindicato de luchadores.
El pleito había comenzado de la siguiente forma: los luchadores, hartos ya de tener que trabajar de sacaborrachos en las arenas, terminada la función de lucha libre y comenzado el cobro de las cervezas vendidas, habían decidido revelarse. El puesto de sacaborrachos, de por sí muy mal pagado, correspondía a personal de la empresa cervecera y no a los gladiadores, artistas del ring. Además, el hecho de que tuvieran que ejercer ese miserable empleo de cantina, respondía a que su pago como luchadores no era adecuado a sus necesidades. Haciendo el cálculo de las ganancias que las arenas proporcionaban a los patrocinadores se podía (y debía en consecuencia) aumentar el pago de cada gladiador un cien por ciento.
Los patrocinadores argumentaban a su vez que la lucha libre era un espectáculo popular y que, de la venta de entradas, cervezas, pepitas, anuncios, etc., apenas se podía mantener el negocio con mínimas ganancias. Si los enmascarados, descubriéndose el rostro, querían ganar unos cuantos pesos más, obligando a pagar a los que se negaban a hacerlo, era cuestión que no les competía, que los tenía sin cuidado.
El detonante fue una disputa, por decirlo bonito, entre un luchador sin máscara que fungía de sacaborrachos, con un hombre gordo que juraba no haber bebido un solo trago de cerveza (como es lógico en un borracho que no quiere pagar). El problema se hizo grande cuando el gordo (que decía no estar borracho y que los demás decían que sí), a la hora de los trancazos, salió mejor para el trompo que los experimentados luchadores. Los peleadores habían sido vencidos y, para acabar de fastidiar, el problema se hizo grande cuando, a los sacaborrachos-luchadores, se les demostró que el gordo, en efecto, no había tomado cerveza alguna. Había pedido sólo unas pepitas que pagó a su debido tiempo. Cuando la pelea terminó (con el triunfo del gordo) se acercó uno de los vendedores a explicar, un tanto apenado, que todas las cervezas vendidas ese día estaban pagadas, que no faltaba un peso en la caja. Pero no terminaría ahí el asunto. El gordo levantó un acta en la delegación contra los sacaborrachos (que él sólo consideraba sacaborrachos y no luchadores de triple A). Pero ¿cómo llegamos de ahí a la huelga de luchadores? Pues ante la negativa de la empresa patrocinadora y vendedora de cerveza de defender a aquellos hombres en los tribunales, se formó el Comité de Lucha de los Trabajadores de las Luchas. El CLTL por sus siglas, a la vuelta de unos meses, había reclutado ya a cientos de luchadores, luchadoras y demás miembros que hacen posible la magia del ring. Y entonces la huelga.
Manos a la obra Gutiérrez:

Miembros del Comité de Lucha de los Trabajadores de las Luchas:
Por medio de la presente misiva me permito comunicarme con ustedes para hacer de su conocimiento los avances logrados en los puntos uno al cuatro de la lista de compromisos asumidos por el Comité de Patrocinadores de la Lucha Libre, en los cuales se apunta:

1.- Que el Bufete Gutiérrez dejará de ser mediador en las negociaciones entre luchadores y empresas por ser juez y parte en el asunto a tratar, ya que representa los intereses de una de las partes, a saber, la de los patrocinadores.
2.- Este Bufete se compromete a hallar al mediador adecuado, aquél que responda a las necesidades del conflicto, es decir, un hombre cabal e informado de las necesidades y garantías requeridas por los luchadores para la disolución de la huelga dirigida por el Comité de Lucha de los Trabajadores de las Luchas.
3.- Habiendo encontrado este Bufete al mediador correcto, su participación se reducirá a representar al Comité de Patrocinadores de la Lucha Libre en las reuniones de discusión y ante los tribunales de justicia. Al licenciado Gutiérrez le queda, por tanto, prohibida la entrada en las arenas donde se llevan a cabo las reuniones del Comité de Lucha de los Trabajadores de las Luchas.
4.- En caso de que no se cumplan los puntos anteriores antes de la siguiente reunión, las negociaciones quedarán suspendidas hasta que los patrocinadores se hallen en mejor voluntar para la solución del conflicto.

El bufete Gutiérrez ha solicitado al Santo (El enmascarado de plata) su participación en las negociaciones como mediador entre las empresas patrocinadoras y el Comité de Lucha de los Trabajadores de las Luchas. El Santo ha prometido pensar en la propuesta y comunicarse con este Bufete en los próximos días. De esta manera se hace patente la voluntad de la parte que represento de solucionar el conflicto lo más pronto posible.

Atentamente,

Licenciado Gutiérrez.

Y la firma, claro.
Este era un juego de esos que consisten en “nosotros sabíamos que tú sabías y sabíamos que sabias que nosotros sabíamos que sabias”. O sea, Gutiérrez estaba al tanto de que el Comité de Lucha de los Trabajadores de las Luchas quería al Santo como intermediario y el CLTL sabía que Gutiérrez lo sabía. Así que el Santo había surgido como mejor opción. Para ambos.
Este era sólo un gesto de voluntad, la médula del problema estaba por venir. Convencer al Santo era la preocupación más inmediata. Después aprender a maniobrarlo, anular su participación, que todo siga como antes de su llegada, cuando el Bufete y el CLTL no tenían intermediario y se podía manejar el conflicto a voluntad a favor de los patrocinadores. Es algo así como el charrismo sindical pero haciendo uso de un intermediario que no puede más que asumir la postura de la parte que se imponga, la que resuelva el conflicto más rápido y alargue la siesta del viejo. Los jóvenes luchadores del sindicato no entenderán a un hombre cuya identidad secreta se ha ido desvaneciendo con los años hasta pregonar, a los cuatro vientos, la cantidad de años que carga su envestidura plateada. Y entonces utilizar a la figura legendaria sólo como pantalla y que el Bufete siga haciendo lo que ha venido haciendo: ceder lo menos posible, desligarse cada vez más del problema, hacer sentir a los huelguistas que son ellos el problema, hacerlos caer en los errores más típicos, generarles, en fin, una torre de Babel, deshilando el motivo de su enojo para convertirlo en sinrazón, en furia y balbuceo. Después, con renovados bríos, habrán de desahogar su coraje a vuelo de tercera cuerda, orgullosos de haber obtenido el tres por ciento de aumento por pelea.
Habrá que procurar, a su vez, que esta sea la última ocasión en que rudos y técnicos hacen causa común. No parece difícil.
El Santo aceptará. Lo vamos a forrar de billetes sin que tenga que hacer otra cosa que presentarse a las reuniones y dejarnos decir lo que decimos nosotros que dice él.
--Ningún acuerdo—dijo Ester a través del conmutador—no se publicó nada.
--Bien, comuníqueme con Cebadas Fermentadas S.A. Y no se entretenga en el teléfono, por favor—
--Sí, Licenciado—Entonces la secretaria está verdaderamente enojada. Gesto de hastío. A mal paso darle prisa.
--Cebadas Fermentadas, buenas tardes—
--Buenas tardes, me comunica con la extensión 34-24—
Otra secretaria –Gerencia general—
--Buenas tardes, me comunica con el Gerente General—Así, impersonal, directo.
Con el Gerente General. –De parte del Licenciado Gutierrez.
La musiquita esa por unos segundos y después –¿Estersita? Cómo ha estado Estersita…
Estoy que me lleva la chingada de que me diga Estersita—piensa Ester.
Bien, Licenciado—dice en realidad—El licenciado Gutiérrez quiere hablar con usted, dice que le urge, lo comunico.
Y con un ágil movimiento de dedos manda la llamada al despacho de Gutiérrez, así, sin despedirse, sin decir este auricular es mío.
--¿Si?—Contesta Gutiérrez, que no le han avisado que es el Gerente General quien está del otro lado.
--Sí qué Gutierrez—dice el Gerente General de Cebadas Fermentadas S.A. –
--Señor Gerente General, discúlpeme, es que Ester no me previno…
--Estersita nada. Dígame, qué quiere Gutiérrez.
--Hablé con el Santo señor Gerente, me prometió pensarlo. Me habló de su edad y esas cosa; como previmos. No me dio tiempo de ofrecerle dinero. Prometió comunicarse la próxima semana.
--Haga que acepte. ¿Algo más?—
Di algo inteligente Gutiérrez—piensa Gutiérrez.—Todo parece indicar que aceptará señor Gerente General, yo…
--Claro que aceptará. Dígame algo que no sepa Gutiérrez.
--Envié una carta al Comité de los luchadores informando de la conversación que sostuve con el Santo, como gesto de buena voluntad.
--Haga lo necesario y llámeme si resuelve algo importante. Hágalo rápido. El tiempo es dinero. Ahora comuníqueme con Estersita.
Gesto de hastío. Enojo.
--Sí señor Gerente General, lo comunico –Carajo, piensa Gutiérrez.
--Ester, la llama el Gerente General.
Carajo—Piensa Ester.
--Trátelo bien—dice Gutiérrez que comprende el fastidio unos segundos.

Ester se coloca el traje de secretaria del licenciado Gutiérrez y deja de ser una persona. Se asume como un objeto del que hace uso el Bufete Gutierrez y asociados; hace incluso los gestos prototípicos de una secretaria de Bufete: se lima las uñas, sostiene el teléfono con el hombro, mira distraída, hace como que se ríe al teléfono pero si observáramos su rostro no encontraríamos rastro de risa alguna. Deja que el Gerente General de Cebadas Fermentadas S.A. de C.V. la invite a salir. Se niega amablemente, habla del trabajo –No sólo en la oficina—dice Ester—también en la casa, los compromisos familiares. Piensa en la vida miserable que debe tener ese Gerente General, es una necesidad de reafirmación, de sentirse escuchado—concluye Ester, que ha estado leyendo muchas revistas. Finalmente dice Sí tal vez la próxima semana, y siente la repugnancia de quien ha cedido para no molestar a un Gerente General (dice Sí tal vez la próxima semana, también para terminar con la conversación). Ahora el Gerente General se siente un don Juan y ve, el resto del día, a su secretaria, a la que a él le tocó, con más desdén que de costumbre. El Gerente General se quita el traje de Gerente General y coloca un disco en el reproductor, se balancea torpemente ¿Es Ella Fitzgerald? ¿Billi Holliday? No se escucha bien desde aquí, desde el lado del narrador.
Ya es hora de comer. Gutiérrez tal vez no regrese a su oficina. Después de comer beberá un poco y después un poco más. Luego le dolerá la cabeza, tendrá nauseas, revisará la agenda.
--Espere su siguiente capítulo—dice la agenda. Así que Gutiérrez puede dormir tranquilo hasta que el despertador lo haga reaccionar de nuevo, con fuerzas suficientes para remontar el miércoles y asumirse Gutiérrez el licenciado.

lunes, 30 de julio de 2007

Capitulo I:

Arenas movedizas

El Santo, que había tenido a la tercera cuerda como su segundo hogar, se encontraba hoy apanicado ante el comienzo de aquellas escaleras. Las remontó por fin y, con la máscara erguida, se presentó ante la secretaria pidiendo hablar con aquél abogado Gutiérrez.
La mujer, en un principio sentada y con gesto distraído, se apartó de su lectura. Con una teatralidad exagerada, saludó con veneración al ídolo enmascarado y anunció su llegada. Contraria a su actitud cotidiana, dio a conocer su identidad cubierta por su vestimenta burocrática:
--Santo, yo soy Ester Hernández, honrada de conocerlo—dijo—El licenciado lo espera ansioso.
La mujer no pudo evitar la confrontación de la imagen que su memoria había idealizado el día en que supo que conocería al superhéroe nacional, con la figura enjuta y avejentada que pretendía, a fuerza de voluntad, mantenerse erguida. Lo observó de pié por un tiempo exagerado, dibujando con amabilidad la sonrisa que le había valido el elogio de todos aquellos que por desgracia o azar debían reunirse con Gutierrez. La figura que formaban era la antítesis de lo que la costumbre nos hizo ver en un héroe; esta vez la gallardía y la juventud, desterradas, confirmaron el paso de los años y le sonrieron de nuevo para mostrar el camino del privado que guardaba un mensaje para aquél guerrero del ring.
Nuestra imaginación nos regala un escenario en el que el Santo irrumpe al recinto de Gutiérrez y éste se encuentra sentado de espaldas al escritorio y sólo es posible observarlo cuando hace girar el mecanismo del asiento y, finalmente, dirige la mirada sarcástica hacia su invitado. Sin embargo la realidad es acaso menos pretenciosa.
Al entrar en el privado, Gutiérrez saltó como impulsado por el resorte de su asiento y tendió la mano al personaje de la máscara plateada.
--Siéntese Santo, lo que debo tratar con usted es un asunto de suma importancia.
--Dígame licenciado, su llamado parecía urgente. Espero que no se trate de nada grave—dijo el Santo mientras pensaba en la exagerada gesticulación de Gutiérrez.
-- Antes que nada ¿gusta tomar algo?
Al notar que lo que le apetecía era un té de manzanilla con tres de azúcar, el enmascarado de plata denegó el ofrecimiento. Gutiérrez continuó:
--Se trata del sindicato de luchadores, Santo, sus compañeros quieren que usted los dirija y nadie más podría hacerlo. Se trata de poco más que una súplica—dijo en tono dramático—.La situación actual es un desastre y no nos queda otra alternativa que ponerlo todo en cintura bajo el nombre de alguien con su trayectoria en las arenas. Los patrocinadores están dispuestos a pagar lo que usted pida y su trabajo estará a cargo de expertos administradores y abogados que este bufete ha seleccionado para el trabajo arduo; usted sólo tendrá que conciliar un poco, el resto de los problemas están solucionados, le pedimos que haga algo de labor de convencimiento y eso es todo.
Un silencio incómodo llenó la estancia. El luchador incrédulo pasó revista a los ademanes del hombre detrás del escritorio, ensayando un movimiento de manos pretendidamente sarcástico.
--Verá abogado—dijo, pausadamente, el Santo—Yo ya soy un hombre viejo y aún hablar me cansa. Las reuniones me aburren y el tiempo se me agota, le suplico que busque a alguien más.
--Pero es que no hay nadie más, Santo. Solamente le pedimos su presencia enmascarada como aval para las negociaciones. Cualquier ayuda de su parte nos sería muy útil. La situación es insostenible, le suplico que considere la propuesta.
--Le prometo pensarlo, licenciado, no le puedo decir más. Me comunicaré con usted la próxima semana—y, así, distraído, salió sin despedirse.
En el estacionamiento lo esperaba el chofer, ahí donde, al convertible plateado lo había sustituido el tiempo con un auto común, en homogénea concordancia con la gran ciudad, irreconocible y perversa.