viernes, 5 de octubre de 2007

VI: Tuertos

VI Tuertos


Si bien con el derecho a usar el Don, vive hoy (en esta novela quiero decir) un caballero de los de lanza en astillero, que, de no acordarse del lugar de la colonia Roma en la que vive, ha mucho tiempo habría perdido hacienda, rocín plateado y ese bien habido café descafeinado de mañanas frías y pijamas de invierno. Tenía, como todos ya sabemos, el sobre nombre de Santo o El Santo, también Enmascarado de Plata, que en esto no habrá necesidad de extendernos, pues bien o mal, ya hubo cinco capítulos donde utilizamos indistintamente las tres formas de llamarlo. El pastiche nos lleva a esto, aunque habríamos de obviar lo obvio y dejar, sin más, que este sobredicho hidalgo, siga recorriendo a paso firme la senda de la imaginería.
Citaríamos fielmente aquí a Cide Hamete Benengeli, de no ser por este narrador que incluso se ha metido a escribirle la agenda a Gutiérrez y de más interrupciones provocadas por el dormir durante el día de turbio en turbio y escribir por las noches de claro en claro. O a lo mejor a escribir no se atribuye el dormir a deshora o por lo menos no a sólo ello sino a una malhadada costumbre que no es el tema de esta quijotesca historia.
Salió así El Santo o Don Santo, aquella mañana de su casa de la calle de Orizaba, con la sensación de estar viviendo una historia ajena por hallarse resuelto a tomar partido por actos que hasta unos momentos antes le parecían dignos de quien se le ha secado el cerebro hasta perder el juicio. Le daba la impresión de que se le había llenado la cabeza de todas aquellas películas que décadas antes había protagonizado, filmes llenos de malévolos experimentos (que no encantamientos), batallas, requiebros y desafíos, amores, tormentas y disparates imposibles.
Pluga al automovilista dejarme Cruzar la calle de Zacatecas hasta la plaza Luis Cabrera, para caminar sobre esa acera hasta insurgentes, pensó Don Santo, y quieran sus excelencias (los lectores) creer en su sincero narrador cuando les dice que este hombre viejo tiene aún en su fuerte pierna la voluntad de andar él solo las largas cinco cuadras que lo alejan de esa gran avenida. No que hasta el Roxy, pues nadie creería en tal hazaña; cinco cuadras parecen todavía estar bien para mantener cierta condición física pues, de no ser por algún ejercicio diario, estaría Don Santo hecho un tres, pues la edad y el diablo todo lo añascan. Atravesó con bien no sólo Zacatecas, sino además la misma de Orizaba para seguir su camino por Guanajuato gracias a un semáforo que todo lo hizo más fácil y con más gracia porque no puede faltar gracia donde hay discreción. Llegado al cruce con Jalapa, don Santo vio que mientras cruzaba a la acera de enfrente y justo a la mitad del camino, el semáforo cambiaba ya al temido verde, así que miró de frente un automóvil que comenzaban a avanzar prematuramente y le dijo ¡Va de mí, bellaco, avanzarás cuando haya terminado de pasar, así te tengas ahí un nuevo alto! Bueno, esto de que le dijo al automóvil es, tal vez, decir de más, pues acaso sólo lo pensó y continúo su caminata. Ningún contratiempo hubo; llegó después a la esquina de Tonalá de cuyo lugar se puede decir que tiene un puesto de gorditas, quesadillas y de más fritangas mexicanas al lado de un escueto puesto de revistas. Ahí le pareció a Don Santo escuchar la conversación de un par de mujeres que bien pudieron haberse llamado Emerencia y Altisidora. Emerencia estábale diciendo a Altisidora que si tanto le gustaba aquél caballero no dejara pasar más tiempo y se lo hiciera saber de la mejor manera posible, a lo que Altisidora contestaba con gestos de falso pudor, animando a Emerencia a que la ayudara en la batalla contra el deseo, pues ella era, aunque chata de narices, discreta doncella y recatada estudiante de primer año de preparatoria. Emerencia tuvo la idea de que Altisidora llamara al radio para dedicarle una canción al joven que buscaba cortejar, cosa que le pareció a Don Santo la manera moderna de canto con lira debajo de ventana. No supo más nuestro caballero de la argéntea máscara de la conversación que sostenían Emerencia y Altisidora por haberse puesto el alto para aquellos automovilistas que por Tonalá querían pasar, de forma que llegó su momento de cruzar a la siguiente acera. Unos pasos adelante algunos albañiles (que a Don Santo se le figuraron labradores) jugaban al Futbol alegremente y detuvieron el juego al ver que pasaba un enmascarado anciano por ahí, cosa que los asombró en alto grado, tomando al viejo por loco, no sin razón, pues nosotros conocemos la historia pero ellos no. Es el Santo, escuchó comentar a alguien, pero el juego esperaba y nada más quedaba por decirse.
No fue difícil cruzar Monterrey porque los autos estaban ahí estacionados, así que sin necesidad de fatigar las ijadas pasó sin ningún problema. Muy distinta cosa ocurrió en la calle de Yucatán, donde el caballero de la argéntea máscara tuvo que esperar largo rato la oportunidad de cruzar; se encontraba además ocupado en prever que no lo fuera a arrollar el trolebús que en contra flujo pasa. Así como cortesía engendra cortesía, descortesía también engendra descortesía, como bien se puede ver en esta ciudad capital en donde la amabilidad de los automovilistas es hija del estrés citadino, la prisa continua y el desasosiego general. Esto pudo haberlo concluido Don Santo al terminar de cruzar, dificultosamente pero con bien, esta calle de Yucatán.
De ahí a Insurgentes no le ocurrió a Don Santo cosa alguna digna de contarse de no ser el cansancio que aceleraba su pulso y alentaba aún más su paso. Llegado a este punto a Don Santo pareciole que su caminata era ya exacta para tonificar el cuerpo y dar realce al espíritu en viendo que un paso más hubiera sido dañoso, pues una caminata a esta edad, siendo corta ayuda y larga, más que mejorar, desnata el ímpetu y perjudica la gallardía. Tomó entonces un taxi que lo llevó hasta las calles de Tamaulipas y Alfonso Reyes, no sin cierto desconcierto del taxista, ajeno a la vida de caballero alguno dedicado a desfacer agravios y enderezar tuertos y más lejano aún de viejos enmascarados o decrépitos luchadores.
Llegado al Roxy el caballero de la argéntea máscara miró al interior y notó que Blue Demon había llegado, tomó asiento frente a él y le dijo:
–Hermano, espero estar hablando con quien tiene oídos para oír, más no lengua para hablar. Traigo un documento que verlo has por vista de ojos.
A lo que Blue Demon respondió sin ver aún el papel:
–Me podrías decir primero, cabrón, ¿por qué chingados me citas en una nevería?